Se adivinarán todavía en mi escritura actual las costuras del profesor que he sido, mi gusto por el teatro y el placer de deshacer los textos como se desmonta un viejo reloj, sin preocuparse demasiado de tener que volver a montarlo después y no saber qué hacer con algunas piezas.

Ante los textos de clase  – clásicos o de autores bien establecidos –, lo primero que había que enseñar a los estudiantes era un poco de falta de respeto por el orden establecido, como suena: desmontar los viejos relojes sagrados, la única manera de aprender cómo han sido construidos, de apropiarse de la cultura como el artefacto que es.

Este es otro viaje, aunque tampoco enteramente diferente: mi escritura se dirige ahora a la gente que lee en los cafés, en el autobús, en la soledad de un bosque olvidado por las sierras mecánicas… Y ahí ya no tengo contacto directo con los lectores: yo lanzo a mis personajes y alguien les hace vivir de nuevo entrecruzando sus propios recuerdos. Pero raramente recibo el eco de mis personajes cuando tocan tierra, cuando tocan el corazón.

El juego vale con todo la pena, pues esta aventura tiene algo de mágico: codificar en 240 páginas o 200 000 caracteres un trozo de vida que renace de las cenizas del tiempo a cada nueva lectura, incluso lejos, en una ciudad invisible una noche de invierno.

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